Al verter el vino en la
copa, y solapándose con las sensaciones del oído, el sentido de la vista entra
en acción, despertando en el cerebro una serie de sensaciones que lo van a
marcar y predisponer para cualquier juicio posterior. Con este sentido se
establece y califica el aspecto del vino, englobando en esta palabra sus
características físicas y cromáticas. Hemos visto en restaurantes, películas y
reportajes de TV, y por supuesto en bodegas, cómo los buenos aficionados y
catadores observan el comportamiento del vino en la copa, bien en reposo, bien
tras un movimiento de rotación, o inclinando la copa, haciendo que la luz incida
en su superficie o a través de su masa. Con estas operaciones se predicen una
buena parte de las características del vino ya que, además, la vista tiene incidencia
en el resto de los sentidos.
Hay un paralelismo entre
las operaciones de cata y las de laboratorio. El arte de catar es el arte de
observar, y en esta Facultad de Ciencias enseñamos que la observación es una
necesidad para un científico. El ojo, por tanto, es un arma fundamental para el
catador. Dirige la mirada a la copa, la aproxima, la aleja, juega con la luz. La
vista, a pesar de que puede engañarse, funciona normalmente como un sentido
instantáneo, real, cuya impresión no se modifica con el tiempo. Esto la
diferencia de los sentidos del olfato y del gusto, cuyas impresiones son
evolutivas, fugaces y con frecuencia inciertas y confusas. La observación debe
ser rigurosa y crítica para descubrir la mínima impresión visual. El catador es
influenciable y la apariencia condicionará una buena parte de sus juicios
posteriores; de ahí que sea fundamental apreciar los pequeños detalles que
ayuden a confirmar la apariencia, que sabemos que es engañosa.
La inversión que hacen las
bodegas en la presentación de los vinos es una buena prueba de la influencia
que tiene en el consumidor esa primera impresión. La forma de las botellas, su
peso, color y tamaño, y sobre todo cómo está vestida, es decir cómo son sus
etiquetas, contraetiquetas y cápsulas, predisponen a ser indulgentes o no con
el contenido. Lo mismo puede decirse en relación a las copas y a la iluminación.
En la presentación de un vino nunca se sirve en vasos de cristal grueso, sino
en copas de cristal fino y en lugares bien iluminados.
El vino se mira y se
observa como se mira a una persona que van a presentarnos. Se le mira el
rostro, y antes de que empiece a hablar ya nos hemos imaginado su voz, y hemos analizado
y deducido datos sobre su edad, actividad, etc.
Cuando el vino cae en la
copa arrastra aire y forma una emulsión, preciándose la formación de burbujas
de aire relativamente gruesas que flotarán en su superficie, por lo general en
la proximidad de la pared de vidrio. Esto es debido al porcentaje de etanol del
vino, que modifica la tensión superficial del agua y aumenta la viscosidad.
Estas burbujas son incoloras en los vinos viejos y coloreadas en los jóvenes y
su aspecto es muy distinto a las que forma el agua.
Estas cualidades dan lugar
a un fenómeno curioso que diferencia claramente el agua del vino. Cuando en una
copa con agua se realiza un movimiento giratorio, en la pared de cristal se
forma una película delgada, homogénea, que por gravedad caerá haciendo su espesor
cada vez más delgado. Si se realiza la misma operación en una copa con vino, se
observa que la película líquida no es homogénea y da lugar a gotas que
descienden por la superficie del vidrio formando columnas irregulares. Como por
capilaridad nueva película
líquida asciende varios
centímetros por encima de la superficie del vino, este goteo es continuo y de
una forma poética a estas gotas se les denomina las “lágrimas del vino”.
La
explicación de este fenómeno estriba en la volatilidad del etanol. Al ser más
volátil que el agua se evapora antes en la superficie mojada, por lo que la
tensión superficial aumenta y da lugar a la formación de gotas. Cuanto más alto
es el contenido en etanol más rápidamente y en mayor cantidad asciende el vino
por la pared y mayor número de gotas se originan al evaporarse.
Con
suma frecuencia se escuchan explicaciones de “expertos” en las que relacionan la
formación de las lágrimas con el contenido en glicerina y con la calidad del
vino, explicaciones evidentemente falsas.
Al
observar el vino se tiene en cuenta la limpidez, transparencia y brillantez. El
vino para ser de calidad debe ser muy límpido y su limpidez debe conservarse en
el tiempo.
Instintivamente,
y por educación, rechazamos las bebidas turbias; únicamente admitimos las
turbias elaboradas con zumos de pulpa de fruta. Así como la transparencia y
brillantez incitan a beber, la turbidez
disminuye este deseo.
Cuando
termina la fermentación alcohólica el vino presenta un aspecto muy turbio. Esta
turbidez es debida a restos de material vegetal de la uva, a precipitados
originados por sales que han rebasado su producto de solubilidad por la
generación de etanol, a sustancias como
proteínas y polifenoles que han floculado, y sobre todo a los restos de las
levaduras (levaduras muertas) que han transformado el azúcar en etanol y a las
bacterias que han proliferado en el caldo de cultivo del mosto. Estos residuos
de elaboración se denominan lías y deben eliminarse antes de comercializar el
vino.
Al
dejar reposar el vino en el depósito todas estas partículas en suspensión
comienzan a depositarse en el fondo, por lo que el vino gana en limpidez. Sin
embargo por si solo no llega a una clasificación total, al menos en un tiempo
razonable, por lo que para comercializarlo es preciso recurrir a operaciones de
clarificación y filtrado.
Las
partículas más pequeñas son, como en cualquier suspensión, las más difíciles de
sedimentar. Con frecuencia forman una opalescencia, una turbidez homogénea que
no sedimenta. En el vino, existen además multitud de coloides que pueden
flocular con el tiempo originando sedimentos que a veces provocan su rechazo.
Las
operaciones tecnológicas que tienen por objeto eliminar estas partículas y dar
brillantez y limpidez al vino se denominan encolado.
Para
eliminar los coloides cargados positivamente y los cationes hierro y cobre,
responsables de las quiebras férricas y cúpicas, se adicionan sustancias que
presentan carga negativa, como bentonitas. Al contrario, para eliminar las
partículas cargadas negativamente (compuestos polifenólicos, levaduras,
bacterias), se adicionan colas que presentan cargas eléctricas positivas, como
gelatina, albúmina, cola de pescado y proteínas naturales.
La
albúmina con frecuencia se adiciona directamente con claras de huevo. Aquí está
la explicación del por qué de la existencia de buena repostería en áreas de
tradición vinícola de calidad. Las yemas eran un subproducto al que había que
darle alguna salida.
A
veces este encolado no da buenos resultados, debido a la existencia de
sustancias coloidales como pectinas y glucanos presentes en uvas Botrytizadas.
La adición de gel de sílice desnaturaliza estos coloides y permite la
clarificación.
El
ojo humano tiene capacidad para percibir y comparar enturbiamientos con cierta precisión.
Por esa razón al observar el vino sobre un fondo blanco bien iluminado puede
medirse su limpidez y decidir sobre su estado y evolución. Con frecuencia un
enturbiamiento generalizado se identifica como una anomalía, y va a influir
negativamente en el sentido del gusto, ya que las partículas en suspensión
falsean el sabor.
La
aparición de precipitados es un fenómeno natural en los vinos viejos, del que
hablaremos posteriormente, y no debe confundirse con la turbidez de vinos más
jóvenes. Ahora bien, una cosa es que sea un proceso natural y otra que no se
tomen las precauciones necesarias para decantarlo y evitar servirlo con los
posos.
Esta
apreciación visual de la turbidez no es suficiente para el profesional de la
bodega que debe velar por la estabilidad del vino en el tiempo. Es necesario
recurrir al análisis instrumental para cuantificar correctamente su turbidez.
Los instrumentos que se emplean para este fin son los nefelómetros y los
contadores de partículas.
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